Leonardo Palacios: El diálogo Gobierno y oposición como valor constitucional

Leonardo Palacios: El diálogo Gobierno y oposición como valor constitucional

Ha sido tanto la ausencia y la inexistencia de la voluntad del dialogo en los últimos años, que extraña que el gobierno y la oposición amaguen sentarse a conversar.

El dialogo y el consenso son herramientas consuetudinarias en la democracia. No se debe ser algo extraordinario, fuera de serie o que llame la atención sentarse a definir la estrategia y las formas de enfrentar un problema nacional, fijar los lineamientos o discutir los corolarios de una política pública.





Es la esencia de la democracia y su institucionalidad; es el catalizador para que cualquier política pública logré su objetivo: propender al desarrollo económico, al logro de los fines y s del régimen económico y social, en fin, en beneficio de la colectividad.

El dialogo entre el gobierno y la oposición resulta no solo necesario sino indispensable.

La misma estructura congénita al sistema democrático diseñado en la Constitución de 1999, con todo y las imperfecciones que lo desdibujan, más el fruto de su ejecución complementaria que de su concepción primigenia constituyente, definen unos valores que los ciudadanos decidieron que sean los que guíen el sistema constitucional que rige la sociedad.

En un sistema constitucional, como lo asienta el catedrático español Alejando Nieto, “las políticas públicas se deciden de acuerdo con unos valores que los ciudadanos han fijado previamente en un texto de esta naturaleza, aunque también sucede que los valores constitucionales suelen estar formulados en unos términos tan amplios que permiten a los gobiernos concretarlos dentro de una escala más o menos abierta”.

En teoría los controles institucionales (administrativos especiales, judiciales y parlamentarios) sirven para evitar la tergiversada interpretación que pueda dar el gobierno de esos valores o que su ejecutorias se alejen de los mismos.

El “desgobierno” es una patología grave, no solo presente en el sistema inmunológico del régimen político venezolano, sino incluyo en los gobiernos efectivamente democráticos.

Esta enfermedad, que parte de supuestos ideológicos fundamentados en la manipulación de los valores constitucionales consiste, en criterio del citado autor, en el falseamiento de los deseos e intereses del pueblo, viejas metáforas de la voluntad popular y del contrato social.

El síntoma primario de este virus que ataca las bases inmunológicas de la democracia propicia la protección al rompe de la clase política dominante, la preservación del poder a cualquier costo, la activación de los mecanismos paralelos e ilegales de financiamiento del activismo y simpatía de ciertos factores con dineros del Estado o con facilidades que éste brinda en procedimientos engorrosos y discrecionales, amparados en una prédica que desvía lo valores constitucionales aceptados por la población.

La enfermedad avanza cuando las propias defensas institucionales del sistema democrático ceden o resultan insuficientes para contrarrestar el desgobierno.

Ante tal situación la oposición de manera razonable y dentro de los limites de una democracia, aun endeble e incluso vaciada de contenido, debe buscar agotar todas las vías para frenar el desgobierno a través de los valores y mecanismos constitucionales.

Así, la oposición no debe negarse al dialogo y las oportunidad que lo favorezca, aún cuando las mismas sean abiertas por el propio gobierno.

La responsabilidad de la oposición es depurar el radicalismo que atosiga, que mina las bases de una plataforma unitaria de proyección de una alternativa democrática al desgobierno.

El dialogo no puede dejarse a un lado, hay que enfrentar la conjura del necio radicalismo, hay que apagar la hoguera de la vanidades personalistas de las agendas ocultas y las pretensiones suicidas de liderazgos inmaduros e impacientes que empujan al país a escenarios nada halagüeños.

El país reclama dialogo “en” y “desde” la oposición que permita frenar el desgobierno. En el intercambio de pareceres, la coordinación entre los distintos niveles de gobierno que es una de sus expresiones para la definición de políticas públicas como la inseguridad, desempleo, reactivación económica o productividad o la simple manera de hacer conocer al gobierno posibles soluciones, propuestas y proyectos es la vía para buscar soluciones a los gravísimos problemas que amenaza el bienestar de los venezolanos, razón última y específica que avala y secunda a quienes creen en el dialogo.

Un dialogo con condiciones de igualdad, que represente la confrontación de ideas y proyectos, para que luego en una síntesis, se logre una política pública en beneficio de todos. Un dialogo serio, abierto sin complacencias serviles y manifestaciones adulantes de “felicitadores” improvisados productos quizás del impacto de sentirse en la representación inmobiliaria del poder y cerca de quien lo usufructúa, como presenciamos hace unas semanas en el primer encuentro entre el Presidente de la República, los alcaldes y gobernadores.

Aceptar el dialogo no implica de una, entrega o debilidad política. Se pueden mantener posiciones dignas, constructivas y democráticamente demoledoras como las sostenidas por los Alcaldes Blyde, Ledezma u Ocariz.
El dialogo y su aceptación es manifestación inequívoca de un ser y de un talante democrático, de visión de largo plazo que evite confrontaciones sangrientas en una sociedad profundamente divididas y con factores exógenos que nada pierden en incentivarla o participar en ella.

En definitiva, es la expresión de un liderazgo maduro que no mide sacrificios o desgaste personal, como ha sido la actitud de Henrique Capriles, que en la soledad de la sombra de la ingratitud y la pretensión de desconocer su esfuerzo ciclópeo de evitar la debacle de las elecciones locales, generará un faro que iluminara el verdadero sendero de la oposición democrática en la recuperación y rescate pleno del régimen de libertades.
El dialogo gobierno y oposición, si ésta se conduce con seriedad y agendas abiertas, por la vía del contraste en la calidad de las propuestas y de los proponentes es mucho más beneficiosa para el país y para la oposición misma.

El dialogo no es debilidad, es la expresión de una aguda y lenta estrategia que al final, de darse o no a plenitud, rendirá sus resultados deseados.

Si bien el gobierno como unidad de continuidad durante varios lustros ha evidenciado intolerancia, desapego a las formas y procedimientos democráticos, con abierto desde no solo a la legalidad sino como forma burda de patanería chambona contra los voceros de los distintos sectores que formulan críticas o lo adversan, ello no resulta suficiente como para abandonar el dialogo, la búsqueda de puntos de encuentro.

De lo que se trata en la oposición es decidir si la orientación de su prédica y practica se hará sobre la base de una extremismo que capta rápidamente voluntades pero que origina un desgaste con igual o superior intensidad o la escogencia de un camino lento, razonable, difícil pero que a la postre resulta más beneficioso y conveniente, con relaciones más sólidas y compromisos más coherentes. El dialogo es parte de esa estrategia.
Se debe condenar cualquier atisbo de acusación de colaboracionismo opositor, rechazar cualquier señalamiento de colaboracionista a quienes creen en el dialogo.

Un cosa es buscar dialogar para solucionar (Blyde, Capriles, Ledezma, por ejemplo, en el sector político; Roig, en el sector empresarial) y otra muy distinta el recule acomodaticio de algunas alcaldesas o alcaldes evidencia en el pasado reciente.

Hay que buscar el dialogo. No hacerlo como forma de agotar etapas, puede ser muy lesivo al país.