Ningún ajuste económico dará resultados si las autoridades desatienden ese tramo esencial del problema. La anomia que sufre Venezuela es el colapso de un modelo que solo ha estimulado la conformación de pandillas parasitarias, cuyos integrantes, aún hoy -en medio de la emergencia- arañan los restos que van quedando en el fondo de la botija pública, desprovistos de cualquier fidelidad con el país y con el propio futuro de la revolución. Desde sus núcleos se ejerce una fuerte presión para impedir el llamado “sacudón”: la crisis no ha minado su afán depredador y, al contrario, parece haber producido una desenfrenada y febril voracidad. Las dificultades con que se ha topado Maduro para proceder a la unificación de los fondos en dólares son un fiel reflejo del problema: los grupos que los administran forcejean para mantenerlos bajo su dominio, del mismo modo como batallan quienes regentan los diferentes mecanismos de administración de divisas, para impedir la prometida unificación cambiaria.
Si Maduro no enfrenta con decisión a las parcelas incrustadas en el organigrama del Estado, ningún programa de estabilización rendirá frutos: cualquier cosa que se haga para capear el temporal no pasará de ser un sacrificio doloroso para la gente, sin que éste haya valido la pena. Someter a los ciudadanos a un ajuste destinado anticipadamente al fracaso es, de hecho, una de las inquietudes anidadas en el seno del chavismo crítico, para el cual resulta evidente que la corrupción hará colapsar también cualquier intento de corrección… El problema es la debilidad del liderazgo de Maduro, cuya dependencia con esas camarillas tóxicas se hace cada vez más evidente a los ojos de un país que ya comienza a preguntarse por qué no termina de actuar para detener este descenso atropellado por el precipicio. Las razones, sin embargo, son elocuentes. No hay hueso sano.