Familia hondureña se reencuentra en Miami

Familia hondureña se reencuentra en Miami

(foto AP)
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La madre llegó temprano al Aeropuerto Internacional de Miami, se paseó por el salón de reclamo de equipajes hasta que la vio.

Denia Zelaya se había despedido de su hija mayor 11 años antes. Una mañana de febrero de 2003, besó la cabeza de Anita dormida y salió de la casa sin hacer ruido.

“No le dije adiós”, recuerda la madre. “Sabía que si despertaba, yo ya no iba a poder ir”.





Anita tenía cinco años y su hermana menor Nicole poco menos de dos. Pero Zelaya había tomado su decisión: huir de las violentas pandillas de su Honduras natal, ir a Estados Unidos, conseguir trabajo.

En abril, Nicole, que ahora tiene 12 años, cruzó a salvo la frontera a Texas y siguió viaje a Miami. Entonces, Anita, de 16, decidió emprender la travesía con su propia hija Emily, de tres años, la nieta que Zelaya no conocía.

El 18 de julio, en el aeropuerto, Zelaya miraba la foto de Anita en su celular, temerosa de no reconocerla. Entonces sus ojos se posaron en una figura distante, una joven con una infante en brazos. A medida que la chica se acercaba, Zelaya se vio como en un espejo: grandes ojos castaños, pelo ensortijado, sonrisa tímida.

Por un instante le pareció que la distancia no se acortaba. Entonces atrajo a su hija y su nieta y las abrazó. Anita enterró la cara en el pelo de su madre, y de su garganta brotó un sollozo.

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Son una familia, y en un sentido una de las más afortunadas. Mientras miles de niños centroamericanos cruzaban la frontera, huyendo de la violencia, buscando a sus familias y una nueva vida en Estados Unidos, esta familia pudo reencontrarse.

Todas las familias tienen el mismo objetivo: reunirse y dejar atrás las penurias. Pero ahora hay que aprender a moverse en un sistema legal complejo, afrontar los problemas económicos y un país desconocido. A lo cual se suma la difícil tarea de volver a ser familia.

Y en el trasfondo se surge la posibilidad ominosa de que la reunión sea breve: la orden de deportación es más probable que el asilo.

Zelaya vive en situación ilegal. Durante 10 años trabajó en restaurantes y últimamente en un hotel del aeropuerto.

Cuando huyó de La Ceiba, Honduras, tras presenciar el asesinato de su sobrino por una pandilla, Zelaya dejó a Anita y Nicole, primero con su hermana y después con su bisabuela. Pero sin la madre, las niñas tenían problemas.

Cuando murió la bisabuela, las niñas pasaron de un pariente a otro, cambiaban de escuela, a veces ni siquiera podían ir a clase. Nicole dice que llegó a segundo grado. Anita, que no pasó de quinto, trabajaba de lavandera porque el dinero que enviaba Zelaya duraba poco.

“Había muchas navidades que no podía celebrar porque cuando miraba que todo el mundo empezaba a abrazar y esto, me ponía a llorar y me acostaba a dormir”, recuerda Anita. “Tal vez sí tenía algunas cosas que necesitaba, pero no tenía a mi madre, y esto es lo más importante, pienso yo”.

En Miami, Zelaya trató de iniciar una nueva vida, aunque decoró las paredes de su cuarto con fotos de sus hijas. Formó una pareja y tuvo dos hijos nacidos en Estados Unidos, Elise, de cinco años, y David, de cuatro.

Frecuentemente hablaba por teléfono con Nicola y Anita, y muchas veces acababa llorando. Soñaba con visitarlas, pero temía las pandillas, dice, y la travesía a Estados Unidos era demasiado arriesgada.

“Yo solo me enfoqué en trabajar para que algún día las podría traer aquí”, dice.

Hace cuatro años lo intentó por primera vez. Las niñas llegaron a Guatemala, pero entonces se conoció la noticia de la masacre de decenas de migrantes centroamericanos por un cartel mexicano del narco. Zelaya imploró al coyote que las llevara de regreso a Honduras.

Meses después, la familia volvió a ser víctima de la violencia.

Anita, entonces de 13 años, fue violada por un miembro de la pandilla Mara 18, dicen ella y su madre. Nueve meses después nació Emily, y la pandilla seguía acosándola. Anita dice que fue a la policía, pero cree que no tomaron su denuncia.

Zelaya estaba abrumada. Habiendo sido madre a los 15, sabía de las dificultades que enfrentaba su hija y ofreció ayudarla como pudiera. Pero Anita, aterrada por ella y su hija, se negaba a intentar la travesía por segunda vez. Alquilaba una pieza o se alojaba con amistades y a veces conseguía trabajo como cocinera.

Pero a mediados de este año, una prima decidió viajar al norte con sus dos hijos, y propuso llevar también a Nicole. Cuando se enteró que su hermana había arribado sana y salva, aceptó intentarlo nuevamente con Emily, que ya sabía caminar.

Madre e hija llegaron a McAllen, Texas, donde las encerraron en instalaciones del Departamento de Seguridad Nacional con otros menores. Poco después las enviaron al refugio de una organización sin fines de lucro en Nueva York, y dos semanas más tarde abordaron el avión a Miami para el reencuentro con Zelaya.

(foto AP)
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En el viaje del aeropuerto a casa, mientras Elise ofrecía sus juguetes a Emily y David la bombardeaba con preguntas sobre su “nueva” hermana, Anita contemplaba a través de la ventanilla el vecindario dominicano donde vive Zelaya.

Los talleres mecánicos, salones de belleza y puestos de venta de mangos no eran muy distintos de los de Honduras. Pero acá las calles estaban pavimentadas y, le aseguró su madre, no dominadas por las pandillas.

Durante las primeras noches después del arribo de Anita, las niñas y su madre cocinaban juntas con callada eficiencia, como si lo hubieran hecho durante toda su vida. Nicole y Anita convencieron a su madre que durmiera con ellas en el pequeño dormitorio que compartían con los cinco niños.

Después de dos semanas, deseosa de gozar de un poco de intimidad y orden, Anita ocupó el dormitorio. Nicole y Elise fueron a parar a un cuarto trasero que se usaba como depósito. Zelaya regresó a su cuarto con David. Empezaron a turnarse para cocinar.

Había pocos lugares donde ir, la escuela estaba en receso, y la alegría del reencuentro empezó a disiparse. Para ahorrar, Zelaya solo encendía el aire acondicionado durante la noche, por lo que el aire en la casita de cemento atestada se volvía casi irrespirable. Alguien siempre tenía hambre. Y los viejos rencores empezaron a aflorar.

Desde que nacieron Elise y David, Anita reprochaba a Zelaya que la reemplazara a ella y Nicole con sus nuevos chicos estadounidenses.

“Yo trato de explicar a ellas que los más chiquitos necesitan protección porque son muy pequeños todavía,” dijo Zelaya. “Nosotras también”, interrumpió Anita, bromeando a medias.

En Honduras, Anita esperaba tener algún día su propio salón de belleza o una cafetería. Ahora quiere volver a la escuela.

“Me gustaba las ciencias y español, y no era tan mala en la matemática”, dice. “Quiero ir por todos los años que no fui. Después, quiero trabajar y ayudar a mi mamá”.

Pero le preocupa estar tan retrasada con respecto a otros de su edad, y le avergüenza haber llevado una vida tan distinta de la de ellos.

Zelaya trata de no agobiar a sus hijos. Desempleada desde diciembre, recibe ayuda de su pareja mientras busca trabajo.

Y aunque disfruta de estar con sus niñas, le preocupan los miles de dólares que debe a su madre y a su novio, quienes pagaron a los coyotes. Tiene que comprar cuatro pares de zapatos y Nicole necesita las vacunas antes de ir a la escuela.

Sabe también que a sus hijas les espera un camino legal arduo.

Jorge Rivera, un abogado de inmigración, ha aceptado tomar el caso de Anita sin cobrar, pero les ha advertido que no hay garantías. Una organización hondureña sin fines de lucro ayuda a Nicole.

Los jueces de inmigración no siempre aceptan la violencia pandillera o la violación como fundamentos para otorgar asilo. Las dos niñas —e indirectamente Emily— podrían cumplir los requisitos para una visa especial para jóvenes víctimas de abandono o abuso, pero para ello deberían obtener mucha documentación de su país de origen.

“Si no tiene nada de su país que demuestre que fue atacada por las pandillas, lo único que hay es su palabra, y podrían considerarla insuficiente”, dice Rivera.

Anita aguarda la fecha de su audiencia de inmigración; la de Nicole será en enero.

Aunque la fecha de la resolución aun es lejana, Zelaya teme que en cualquier momento —en el consultorio médico o en el supermercado— los agentes de inmigración la detengan a ella o sus hijas.

“Si me deportan, volveré al día siguiente”, juró. “No arriesgaré las vidas de mis chiquitos en Honduras, y menos todavía las de mis hijas que acaban de llegar”.

Una tarde lluviosa, cansados de estar encerrados en la casa, fueron todos a la tienda. Los hombres las miraban fijamente, en particular a Anita y Nicole.

“Tantos niños. ¿Todos son tuyos? Regálame dos, por favor”, suplicó uno en tono de broma.

Zelaya se crispó. Temía por Anita, quien ha relatado su historia a periodistas, asistentes sociales y el abogado. Después de cada encuentro, la niña parece volverse hosca.

Cuando pasaban un charco, el pequeño David distendió la situación.

“Colúmpiame, mami”, dijo. “Yo también,” dijeron a coro Elise y Emily.

Zelaya, Anita y Nicole tomaron las manos de los pequeños para columpiarlos mientras caminaban. Los chiquitos chillaban y poco después Zelaya y las chicas mayores reían, formando una cadena familiar, felices bajo la lluvia. AP