Angustiosa y penosa búsqueda de los 43 estudiantes

Angustiosa y penosa búsqueda de los 43 estudiantes

(foto AP)
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María Telumbre conoce el fuego. Se dedica a hacer tortillas en una cocineta de carbón, y la experiencia le dice que cocinar un chivo lleva cuatro horas. Por eso, se niega a creer en la explicación dada por el gobierno mexicano de que integrantes de un cartel del narcotráfico incineraron a su hijo y a otros 42 estudiantes desaparecidos en una gigantesca hoguera en menos de un día, lo que habría borrado cualquier huella que permita identificar los cadáveres.

Para ella, el hallazgo de dientes calcinados y fragmentos de hueso no son una prueba convincente y tienen el mismo valor que las fosas clandestinas descubiertas en el estado de Guerrero desde que los estudiantes desaparecieron el 26 de septiembre. Simplemente, se rehúsa a aceptar que esas cenizas pertenezcan a su hijo de 19 años y a sus compañeros de escuela.

“¿Cómo es posible que en 15 horas hayan quemado a tantos jóvenes, los hayan puesto en bolsas y los tiraran al río?”, dice Telumbre. “Eso es imposible, como padres, no les creemos”.





Según el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, el recuento del crimen expuesto por el procurador general de la república, con base en las confesiones de integrantes del grupo criminal, es el inicio de la solución del caso. Pero Telumbre, su esposo Clemente Rodríguez y otros padres creen que es otra mentira de un gobierno que quiere silenciar a los pobres y echarle tierra a este escándalo. Sus exigencias de que se diga la verdad han alimentado la rabia contenida de un país frente a la incapacidad del gobierno de confrontar a los brutales carteles de la droga, a la corrupción y la impunidad.

El escepticismo de la familia Rodríguez tiene su origen en la colusión entre autoridades mexicanas y el crimen organizado. Los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa fueron vistos por última vez cuando la policía de la ciudad de Iguala los detuvo, presuntamente por órdenes del alcalde. Soldados y policías federales no respondieron a las urgentes peticiones de los padres para que les ayudaran. El gobierno federal tardó 10 días en intervenir y cuando lo hizo, dicen los padres, las autoridades se concentraron en descubrir tumbas clandestinas en lugar de buscar a los estudiantes vivos, por eso sólo han encontrado las fosas.

Telumbre y su esposo dicen que su amado hijo, Christian Rodríguez Telumbre, aún está vivo y culpan al gobierno por no rescatarlo a él y a sus compañeros.

“Los tendrán por allá escondidos, pero tengo la esperanza que cualquier día los van a soltar”, dice su padre.

Guerrero es un estado violento con un historial de revueltas armadas y en cuya economía el cultivo de marihuana y amapola son un factor importante. La familia Rodríguez vive lejos de los lujosos centros vacacionales de Acapulco e Ixtapa, en una zona agrícola cercana a la Escuela Normal Rural, una universidad que forma maestros en Ayotzinapa. Rodríguez trabaja como vendedor de agua embotellada mientras que su esposa vende las tortillas que hace en una estufa al aire libre. El humo se cuela a su casa, de un solo cuarto dividido con cortinas y construida de adobe, que comparten sus tres hijas, la madre de Rodríguez, y hasta hace poco, Christian.

Su hijo quería recibir una educación universitaria para ayudar a su familia. Quería estudiar Agronomía en la universidad, pero sus padres no tenían el dinero para costearlo. Su única opción era la escuela para maestros en la que no se paga por la colegiatura, y conocida por el estilo espartano de vida que se impone a sus estudiantes y por su activismo radical, y fundada con base en los principios de educación socialista emanados de la Revolución Mexicana.

Christian se inscribió a mediados del año pero aún no se le permitía tomar clases. Los alumnos de grados superiores, que dirigen la escuela, le encomendaron la tarea de limpiar los dormitorios, donde los novatos dormían en colchones colocados en el suelo, sembrar hortalizas o pastorear ganado. También se les pedía participar en las actividades de recaudación de fondos para la escuela, que podrían incluir el apoderarse de camiones de comida o de casetas de cobro de peajes en las autopistas a nombre de la justicia social, o tomar autobuses para que los llevaran a manifestaciones estudiantiles.

La noche del 26 de septiembre, Telumbre y Rodríguez recibieron una llamada de su hija. Había problemas. Ambos acudieron inmediatamente a la escuela. Les dijeron que decenas de estudiantes habían ido a la ciudad de Iguala a recaudar dinero y que la policía había disparado contra los autobuses que allá se habían tomado por la fuerza. Los detalles iban apareciendo poco a poco: Christian formaba parte del grupo atacado; un estudiante recibió un disparo en la cabeza; tres más murieron al igual que tres personas que pasaban por el sitio; uno de ellos fue encontrado al lado de la carretera, le habían arrancado la piel de la cara y le habían sacado los ojos, una marca de los asesinatos cometidos por los narcos.

Rodríguez se encaminó a Iguala con otros diez padres. Su primera parada fue la oficina local de la procuraduría federal. Los guardias no los dejaron entrar pero los padres, desesperados, entraron a la fuerza y exigieron ayuda. Los funcionarios dijeron que no tenían información.

Luego fueron a la policía de Iguala, que también dijo que no conocía nada del tema aunque uno de ellos dejó entrever a Rodríguez que quizá los radicales estudiantes en realidad eran criminales que habrían recibido su merecido. Después se supo que las autoridades federales habían retenido a unos cuantos estudiantes, que esa tarde fueron liberados y que habían regresaron a la escuela. Pero Christian no estaba entre ellos.

Durante tres días más, los padres continuaron su desesperada búsqueda en hospitales, el edificio del Ayuntamiento y la base militar local. Persiguieron pistas que los llevaron a cuevas oscuras y a una hacienda abandonada donde se decía que el cartel Guerreros Unidos, escindido del cartel de Los Beltrán Leyva, los tenía prisioneros. En Iguala, Rodríguez dio su número de teléfono móvil a extraños y suplicó que le dieran información de manera anónima. Pero todos parecían temerosos de hablar.

Las autoridades estatales detuvieron a 22 policías de Iguala en relación con el ataque al autobús y anunciaron que continuaban con la búsqueda de los 43 estudiantes. El alcalde, José Luis Abarca, solicitó licencia mientras se efectuaba una investigación y luego se fugó acompañado de su esposa María de los Ángeles Pineda.

Aún no había noticias de Christian.

Ocho días después de la desaparición de los estudiantes las autoridades federales anunciaron más detenciones. Dijeron que sospechosos los habían llevado a tumbas clandestinas en una colina de las afueras de Iguala, cerca de Pueblo Viejo. Veintiocho cuerpos fueron hallados en las fosas pero la identificación de los cadáveres se complicó porque la escena del crimen había sido alterada y los investigadores forenses actuaron con torpeza al perder pruebas en el pestilente lodo. Los padres insistieron en que sus hijos no estaban ahí.

“Desde un principio nosotros nos dijimos que no nos asustáramos porque no eran ellos”, dice Telumbre, una mujer de aspecto juvenil a sus 39 años. “No hay un análisis científico donde diga: ‘Aquí están sus muchachos’. No confiamos en ellos”.

Diez días después de la desaparición de los estudiantes, el presidente Peña Nieto se refirió al tema y anunció el envío de fuerzas federales de seguridad para “conocer la verdad y asegurar que se aplique la ley a los responsables de estos hechos que son, sin duda, indignantes, dolorosos e inaceptables”. El cartel Guerreros Unidos respondió colgando una pancarta en la que exigía la liberación de los 22 policías detenidos en Iguala o, de lo contrario, advertía que desataría una guerra.

Con el tiempo 10.000 policías federales y decenas de investigadores forenses, ataviados con sus trajes de protección para residuos peligrosos, se unieron a la búsqueda. También se ofreció una recompensa de 1,5 millones de pesos (alrededor de 112.000 dólares) a quien diera información sobre el paradero de los estudiantes desaparecidos. Se detuvo a más personas: 76 en total. Pero aún no había rastros de los estudiantes.

Los mexicanos se han venido acostumbrando a los cruentos hallazgos de fosas clandestinas que contienen restos de víctimas de la guerra entre narcotraficantes. Según cifras del gobierno, hay más de 22.000 desaparecidos a causa del crimen organizado y otros hechos de violencia. Pero la desaparición de estos estudiantes pobres, atacados y detenidos por la policía, tocó una fibra sensible. Los mexicanos mostraron una vez más su incredulidad ante la incapacidad del gobierno para encontrarlos.

Rodríguez participó en una manifestación en Acapulco y miles de estudiantes marcharon en la Ciudad de México para exigir respuestas. La Policía Federal se hizo cargo de la seguridad de 13 municipios de Guerrero.

El 22 de octubre, el fiscal Jesús Murillo Karam anunció que el alcalde Abarca había ordenado a la policía interceptar a los estudiantes en Iguala para que no interrumpieran un discurso pronunciado por su esposa, información que fue aportada por un líder de Guerreros Unidos. El integrante de la banda dijo que ella era “la principal operadora de actividades criminales” en Iguala y que Abarca recibía entre 2 y 3 millones de pesos (entre 150.000 y 220.000 dólares) cada pocas semanas como sobornos para él y la policía corrupta de la ciudad.

Bajo intensa presión pública, el gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre, renunció a su cargo el 23 de octubre.

Posteriormente, expertos forenses llegaron a la conclusión de que la mayoría de los cuerpos encontrados en las primeras fosas clandestinas halladas no eran de los estudiantes. Luego Murillo Karam anunció un nuevo descubrimiento, el de restos humanos en bolsas de plástico en el río San Juan, cercano al vecino pueblo de Cocula.

Los padres no estaban satisfechos. Solicitaron una reunión con Peña Nieto y el 30 de octubre por fin les dieron audiencia en la que el presidente prometió que se haría una nueva búsqueda. A medida que escuchaba, la rabia de Rodríguez aumentaba. La policía detuvo a su hijo a poca distancia de una base militar en Iguala y los soldados no intervinieron. “¿Cómo es posible que no escucharan nada si estaban ahí?”, le preguntó al presidente. Luego dijo que todos los policías de Iguala debían ser investigados. “La mayoría tiene culpa y deben estar encerrados en la cárcel”.

Una semana más tarde, la policía encontró a Abarca y a su esposa escondidos en una humilde vivienda de estuco con la pintura descascarada en las paredes en una zona populosa de la Ciudad de México.

Finalmente, el viernes pasado, Murillo Karam informó a los padres y luego dio una conferencia transmitida por televisión en la que detalló cómo fueron asesinados los estudiantes, de acuerdo con confesiones ofrecidas por detenidos del caso.

Los jóvenes fueron llevados a un basurero cerca de Cocula en camionetas de carga que llevaban tantas personas, que 15 de ellos murieron de asfixia en el camino. Los sospechosos sostienen que los estudiantes fueron asesinados allí y que los asesinos apilaron sus cuerpos y encendieron una enorme fogata que ardió durante 15 horas. Luego metieron los restos pulverizados en bolsas que lanzaron al río.

“El alto nivel de degradación por el fuego hace muy difícil la extracción de ADN que permita la identificación”, dijo Murillo Karam ese día con un rostro lúgubre.

Las autoridades, no obstante, enviaron los restos a un laboratorio especializado en Austria como último recurso para presentar evidencias científicas que permitan a padres como Telumbre y Rodríguez aceptar la muerte de sus hijos.

El hogar de la familia Rodríguez también es testimonio del conflicto. Hicieron un altar para Christian con su fotografía y con una figura de un Jesucristo moreno rodeado de velas, gladiolas amarillas y flores de cempasúchil, las que se usan en el Día de Muertos en México.

Pero Telumbre y Rodríguez siguen creyendo que Christian está vivo. Muestran fotografías de su apuesto hijo: 1,80 metros de estatura (6 pies), lo que lo hace un gigante en la familia, durante un baile tradicional. Hablan de cómo cerrarán la calle cuando le den una fiesta de bienvenida a su regreso y cuán feliz será ese día para todos.

“Aunque ya pasaron dos meses, lo que diga Murillo Karam, que ya están muertos, que ya encontraron las fosas, para mí los muchachos están vivos”, dice Rodríguez.

En las semanas transcurridas desde que ocurrieron las desapariciones, la indignación del público ha aumentado. Estudiantes enmascarados y maestros marchan a diario lanzando consignas, mientras una minoría lanza bombas incendiarias. Esta semana cerraron el aeropuerto de Acapulco durante varias horas y quemaron edificios públicos en Iguala y Chilpancingo, la capital del estado. Alguien incluso incendió la puerta principal del Palacio Nacional en la Ciudad de México.

La indignación de Rodríguez también aumenta. Dice que los padres deben hacer “lo que sea necesario” para seguir presionando al gobierno. Culpa a la escuela por poner en riesgo a los estudiantes al enviarlos a pedir dinero, al alcalde y a la policía de Iguala que trabajaban con las bandas que los desaparecieron, al gobernador de Guerrero, al procurador que no pudo encontrarlos y al mismo Peña Nieto.

“Si se tratara de su hijo, movería mar y tierra para que aparezca”, dijo, “pero como somos gente humilde, somos gente pobre, ahora sí nos humillan, nos discriminan, nos aplastan”. AP