Muy macabro: Hizo batido de melón con sangre de su hermano

Muy macabro: Hizo batido de melón con sangre de su hermano

jugo de melón

¡Hummm… qué sabroso está este jugo! Hasta el color rosadito es bonito. ¿De qué lo hiciste?. Ésas fueron las palabras pronunciadas por Walter, un amigo de Lucas, a quien este último había invitado a su casa para que lo acompañara porque tenía que contarle un problema. Así lo reseña notitarde.com / Cristian Antonio Cooz

Lucas, quien había estado con la mirada huidiza, respondió: le puse melón, leche y sangre humana. Walter peló mucho los ojos, retiró el vaso de vidrio a cierta distancia, le echó una ojeada y soltó la carcajada. ¡Rata! ¡Te gusta mamar gallo!.





Lucas repitió con frialdad: no estoy mamando gallo. Es cierto. Le eché sangre. Maté a mi hermano Alfredo y le puse su sangre. ¿No sientes el sabor?. Instintivamente, Walter se secó los labios y sacó la lengua escupiendo algunas gotas de saliva, pero sin mucho convencimiento. Todavía no creía lo que estaban escuchando sus oídos. Aunque ya se estaba empezando a sentir turbado por aquella broma de mal gusto de su pana Lucas.

Muy incómodo, Walter se levantó del sofá de la casa ubicada en un barrio de Ciudad Bolívar, dejó el vaso a medio vaciar en la mesa de madera de la sala y dijo a Lucas que tenía que irse, que luego volvería para que hablaran en serio de lo que le preocupaba.

Lucas no se opuso. Dejó que Lucas se fuera y él se quedó con la vista perdida en el interior del vaso sobre la mesita. Al salir a la calle, Walter tuvo la sensación escalofriante de que acababa de escapar de las garras del mismísimo comegente o del macabro Freddy Krueger.

En el camino de vuelta a su casa, Walter, de 29 años, mecánico de profesión, estudiante universitario y soltero, fue pensando que quizás lo de la sangre en el vaso era una broma siniestra, pero que de verdad a su amigo Lucas le estaba pasando algo raro. Quizás se está volviendo loco o ya se volvió, pensaba.

No entendía por qué Lucas hacía un año había abandonado de la noche a la mañana la carrera de medicina que cursaba en Caracas, y había regresado a Ciudad Bolívar para encerrarse en aquella casa donde vivía solo con Alfredo, su hermano menor de 25 años.

Lucas y Alfredo eran huérfanos. Sus padres, la señora Martha y el señor Rogelio, quienes habían muerto en un accidente de tránsito en un viaje a Bogotá, Colombia, les habían dejado bastante dinero como para que ninguno de los dos pasara trabajo.

Sí. Ahora que lo pensaba, Walter sabía que no había duda. Lucas estaba actuando raro desde la muerte de sus padres. Pero eso hacía ya siete años. Claro que la muerte trágica de sus padres nunca la olvidaría, pero que ahora Lucas hablaba como si fuera un psicópata, no podía entenderlo Walter.

Un sabor metálico

Ésa era la línea de pensamiento de Walter, mientras avanzaba caminando hacia su casa. A pocos pasos de entrar, se sintió sudoroso y un sabor amargo, metálico, afloró en su boca. Una corriente eléctrica recorrió su espalda al pensar las palabras de Lucas, pero pronto desechó la chocante idea. Esa noche, Walter hizo algunas llamadas telefónicas. Trató de contactarse con Alfredo, el hermano de su pana Lucas, pero no lo logró.

Inquieto, al filo de la medianoche de ese mismo sábado, llamó a Lucas y éste, al otro lado de la línea, gorgoriteó palabras ininteligibles. Lo único que le entendió fue que quería que brindara con él y que para eso tenía botellas de whisky y vino con sangre porque todavía le quedaba mucha de la que le había sacado al cadáver de su hermano.

Eso fue como mucho. Ya a Walter no le parecía nada gracioso y se temió que su pana estuviera hablando de verdad. Que posiblemente fuera un psicópata asesino, o peor aun, que se hubiera convertido en un vampiro. De repente, Walter estaba aterrorizado. Se fue a acostar, pero no pudo dormirse. Soñó con cadáveres blancos como el papel, sin una sola gota de sangre, pero que le hablaban. En ese turbulento sueño, apareció el cadáver de Alfredo, quien le recriminaba que le hubieran matado y bebido su sangre, mientras se abría el pecho y mostraba un corazón seco, marchito, deshidratado.

A eso de las 4:00 de la madrugada, Walter despertó sobresaltado. Se sentó en la cama sudando copiosamente mientras todavía podía escuchar el eco de su propio grito que retumbaba en la habitación. Los pensamientos de por qué vivía solo lo asaltaron como demonios que había olvidado hacía mucho tiempo. Era huérfano de padre y madre. Desde los 7 años había vivido en las calles de Maracaibo, hurgando en la basura para poder comer, pero un día logró que una familia lejana se encargara de él y lo pusiera a estudiar. Luego, al cumplir la mayoría de edad, se fue al estado Bolívar, donde consiguió trabajo en un taller mecánico y alternaba estudiando en una universidad privada de Ciudad Bolívar.

La mañana del lunes, Walter fue a la Policía y denunció la desaparición de Alfredo. Contó todo lo de la sangre y dijo que sospechaba que Lucas hubiera matado y consumido la sangre de su propio hermano. La historia era escalofriante, por lo que los funcionarios pronto se pusieron en acción. Esperaron los días reglamentarios para dar como desaparecido a Alfredo y luego consiguieron una orden de cateo en la casa de Lucas.

¡Increíble revelación!

Cuando los policías entraron en la casa de Lucas, no consiguieron ningún cadáver de Alfredo. Lo interrogaron y Lucas se defendió diciendo que eso era una locura, que él no había matado a nadie y ¡mucho menos a su hermano Alfredo! Aquello se complicaba más y más. En la delegación de la Policía Científica, Lucas reprochó a Walter que lo hubiera denunciado por semejante cosa y Walter insistía en contar que él le había ofrecido sangre de Alfredo. ¿Estás loco, Walter? ¿Cómo me vas a denunciar de que te di sangre de mi hermano, chamo?.

Ambos fueron careados, pero la convicción de cada uno era tal, que muy fácilmente habría pasado la prueba del polígrafo o detector de mentiras. Wanda, una de las psiquiatras de la Policía Científica, evaluó a Walter y a Lucas; se metió en sus laberínticas mentes y lo que descubrió… ¡fue aterrador!

La especialista en la mente humana descubrió que uno de estos dos hombres tenía un severo trastorno emocional, una psicopatología conocida como mitomanía. Luego de muchas y extenuantes sesiones, Wanda logró desarraigar la verdad y conocer el sitio donde estaba enterrado el cadáver de Alfredo. Pero eso era solo la punta del iceberg. Lo más sorprendente fue que también descubrió que el asesino no era Lucas, ¡sino Walter!

Walter era el mitómano. Imaginaba cosas que no sucedían realmente. Vivía en un mundo irreal y se creía sus propias mentiras. Fue él quien asesinó a Alfredo por una pelea por mujeres. Fue él quien le sacó la sangre y se la bebió, antes de enterrarlo en una zona boscosa donde luego fue hallado el cadáver.

Fue a la casa de Lucas y se inventó y creyó el cuento de que Lucas le había dado jugo de melón con la sangre de Alfredo. Fue tal su capacidad para adulterar la verdad y creérsela, que llegó al punto de denunciar a Lucas ante la Policía, porque en su mente, él era el bueno y Lucas era el asesino. Walter borró de su cerebro por completo la manera en que eliminó a Alfredo y se convenció de que él no había sido, por eso empezó a buscar culpables.

El día en que fue a visitar a Walter, éste ni siquiera le dio ningún jugo de melón, ¡y menos con sangre humana! Ese día Lucas lo que estaba era preocupado por la desaparición hacía dos días de su hermano Alfredo e incluso así se lo hizo saber a Walter. Pero éste decidió que Lucas era el asesino de su propio hermano y se inventó toda la aterradora película de vampiros.

Se descubrió que Walter había sido un mitómano toda su vida. Había sido huérfano desde muy temprana edad, y esa tragedia lo hizo inventarse un mundo más bonito. Pero luego, las mentiras se fueron apoderando de su alma, de su vida, llevándolo a regiones de la criminalidad. Luego de muchas terapias, confesó también que: no asesiné a Alfredo por la pelea que tuvimos por mujeres, lo hice porque siendo él también un huérfano, su sangre me daría más fuerza. Con ese irracional razonamiento quiso justificar su barbarie. Con la ingesta de la sangre de Alfredo, ya había pasado los límites de la cordura y se había adentrado en la más abyecta locura. Se había convertido en un caníbal, en un vampiro que se mentía a sí mismo, diciéndose que era un ángel del cielo. Lo último que le dijo a la psiquiatra de la Policía Científica fue: la sangre humana fresca es buena. Sabrosa. ¡Hummmm! ¿Se acuerda, doctora? Usted y yo bebimos sangre una vez hace tiempo. Aterrorizada ante la suprema locura y mitomanía de aquel perverso ser, la doctora no quiso tratarlo más y fue puesto a la orden de la Fiscalía.

No fue declarado loco, sino asesino, por lo que fue a parar a la cárcel de El Dorado, donde hoy en día les cae a cobas a todos los presos y hay rumores de que lo llaman El Vampiro porque se bebe la sangre de los reos que mueren en ese infierno.