La disolución es inminente: ¡ya lo hicieron una vez!, por José Alberto Olivar

La disolución es inminente: ¡ya lo hicieron una vez!, por José Alberto Olivar

thumbnailJoseAlbertoOlivarPocos recuerdan la fecha, tal vez la ocasión. Eran muchas las noticias que en tropelía se suscitaban casi a diario desde que Hugo Chávez fue juramentado como Presidente de la República en febrero de aquel año 1999. El centimetraje de los medios impresos y espacios de noticias audiovisuales se ocupaban de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC), instalada en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela a principios de agosto. Estaba en boga lo del “poder originario”, tal como lo señaló sin ambages su presidente, diputado Luis Miquilena. Y en tal carácter, la Constituyente se arrogó el derecho de barrer con los poderes constituidos en el marco de la revolución que apenas iniciaba su tendencia hacia la concentración del poder en manos de un hombre.

De manera que las primeras deliberaciones de los constituyentistas, estuvieron enfocadas a la aprobación de un “Decreto de reorganización de los Poderes Públicos” que facultaba a la ANC a la “intervención, modificación suspensión de los órganos del Poder Público que así considere”. Sobre este amañado fundamento jurídico, fue sancionado un “Decreto de reorganización del Poder Judicial” y un “Decreto de regulación de las funciones del Poder Legislativo”. Este último, suspendía de hecho las actividades de las cámaras legislativas, que habían sido electas por voluntad popular el 8 de noviembre de 1998, un mes antes de las elecciones presidenciales que dieron el triunfo a Hugo Chávez.

Tan legítimos como el presidente Chávez, eran los senadores y diputados de aquel Congreso, en los cuales el chavismo no alcanzó una clara mayoría. Caso contrario, ocurría con la ANC, en la que el gobierno controlaba 120 de los 131 escaños, gracias al mecanismo fraudulento que representó el tristemente célebre “Kino Chávez”.





Así las cosas, la idea de un inminente cierre del Congreso, comenzó a cobrar fuerza en la opinión pública. Hasta que finalmente, la mañana del 27 de agosto de 1999, las puertas del Palacio Federal Legislativo amanecieron fuertemente custodiadas por efectivos militares con la misión de impedir la entrada a “ningún miembro del moribundo Congreso”. La orden había salido, según reportan las noticias de la época, de la oficina del primer vicepresidente de la ANC, diputado Aristóbulo Istúriz.

La medida estuvo acompañada de una concentración de grupos afectos al oficialismo, quienes se congregaron frente a la puerta oeste del Capitolio, gritando consignas y amenazando a todo aquel que fuese tildado de adeco o copeyano. En la víspera y como parte de la estrategia de aparentar disposición al “diálogo”, se había llevado a cabo una reunión en la sede de la Conferencia Episcopal, en la que los representantes de la Iglesia, trataban de actuar como mediadores para conciliar las posturas de los constituyentes y los partidos políticos que hacían vida en el Congreso. Pero todo era una farsa para ganar tiempo.

A medida que las horas transcurrían, en los alrededores del Capitolio los ánimos fueron caldeándose entre los partidarios de ambos extremos políticos, hasta forcejear físicamente, cuando algunos diputados opositores lograron saltar las cercas que rodean el Palacio y a duras penas ingresaron al recinto. De inmediato, las fuerzas del orden, dispersaron a los manifestantes opositores y expulsaron a los diputados.

¡Golpes iban y golpes venían! De nada valieron los llamados a la cordura y a la resistencia pacífica. Todo había sido consumado. El Congreso estaba disuelto.

Diecisiete años después, los autores de aquella violenta maniobra siguen en acción, más duchos que antes, más llenos de odio, angustiados por que los privilegios que ahora detentan están seriamente amenazados. Hoy como ayer, dicen representar al “pueblo en la calle”, y amenazan sin medida, mientras, una vez más, tremolan en señuelo empercudido del “diálogo”.

La maniobra está en marcha, es cuestión de tiempo, tal vez de horas. Toca a los diputados de la mayoría democrática electos el 6 de diciembre, extraer lecciones del pasado o sucumbir de forma irremediable. Y a los ciudadanos, hartos de lo que ven ante su impasible mirada, corresponde decidir si hacen valer su voto o doblar la cerviz.