Gehard Cartay Ramírez: 20 años de la Constitución de 1999

 

Este 15 de diciembre próximo se cumplen 20 años del referéndum consultivo que aprobó la Constitución de 1999, mal llamada bolivariana por sus promotores.





Fue aprobada entonces con el 71,19 por ciento de los votos emitidos, mientras que el No obtuvo el 28,81 por ciento. Sin embargo, la abrumadora abstención de aquel día hizo que ese 71,19% sólo representara al 32,20 por ciento de los electores. La abstención oficialmente registrada por el Consejo Nacional Electoral (CNE) fue del 56,60 por ciento, aún cuando razonablemente los medios de comunicación y los analistas políticos dudaron de tal cifra, vistos los efectos devastadores que ese mismo día ocasionó la tragedia del Estado Vargas –cuyos propios resultados electorales, por cierto, nunca se conocieron con precisión– y la pertinaz lluvia que se produjo en Caracas y otras ciudades del centro del país.

La abstención, en este caso particular, adquiere una extraordinaria importancia, pues sumada a los votos negativos totalizó el 67,80 por ciento de los electores. Lo que se estaba aprobando entonces no era cualquier cosa: era, nada más y nada menos, que una nueva Constitución de Venezuela. Sin embargo, apenas el 32,20 por ciento de los electores fueron quienes, finalmente y sin conocerla a fondo, le dieron su voto afirmativo. Lo que ésta situación tiene de significativo no merece mayores comentarios.

Hubo, sin embargo, un hecho gravísimo que prácticamente pasó inadvertido: apenas siete días después de la tragedia de Vargas, el régimen aprovechó el luto y la estupefacción de los venezolanos para aprobar el Decreto Sobre el Régimen de Transición del Poder Público (Gaceta Oficial No. 36.859), el cual, a juicio del constituyente Jorge Olavarría, fue “el golpe de Estado más artero y completo de la historia constitucional de Venezuela y posiblemente del mundo”, pues violó “dos constituciones de un solo golpe: la de 1961, que estaba vigente, y la de 1999, que había sido aprobada pero que se publicaría y entraría en vigencia el 31 de diciembre” (El Nacional, 27-01-2004). Mediante ese decreto –agregó Olavarría– se disolvió al Congreso legítimamente elegido para reemplazarlo por una Comisión Legislativa Nacional socarronamente llamada `Congresillo´, que actuaría como Poder Legislativo y que nadie había elegido. Lo mismo se hizo con las asambleas legislativas de los estados, que fueron sustituidas por comisiones legislativas de cinco miembros”.

El proceso constituyente tuvo como resultado final un texto de discutible calidad y no pocas contradicciones en su articulado y en sus líneas generales. Porque si bien es cierto que pone de relieve la tesis de la democracia participativa, por ejemplo, no lo es menos que concentra –como nunca antes– demasiado poder en el Presidente de la República y centraliza indebidamente la toma de decisiones.

En lo político, aparentes mecanismos de consulta y flexibilización terminaron siendo inútiles al sobrevivir un Poder Legislativo débil, sin capacidad de contrapeso frente a un presidencialismo extremo. Esta última distorsión afectó y paralizó el proceso de descentralización y regionalización iniciado en 1989, ahora sometido al peso aplastante de un Poder Central con mayor dominio que nunca.

En el plano social, por citar otro aspecto fundamental, un articulado “poético” y de buenas intenciones no pasó de allí. Y en cuanto a la economía, una inaudita camisa de fuerza dogmática y contraria a las tendencias mundiales que hoy caracterizan tan compleja materia, terminó por sobredimensionar aún más el papel del Estado interventor y enemigo de la iniciativa privada. Los resultados están a la vista.

Por si fuera poco, la Constitución aprobada satisfizo a plenitud las metas más sentidas del proyecto político y personal del entonces jefe del proceso: estableció la reelección presidencial inmediata y alargó el período a seis años, toda una afrenta al principio de la alternabilidad democrática al establecer un cuello de botella en el relevo del liderazgo nacional. Hoy sufrimos esas nefastas consecuencias.

Algunos expertos en diversas áreas llamaron especialmente la atención sobre otras fallas del texto aprobado, entre ellas, la creación de llamado Poder Ciudadano, por cuanto resta funciones al Poder Judicial, así como en la parte relativa a los derechos humanos, con logros innovadores, sin duda, pero prácticamente irrealizables por la expresa debilidad en el equilibrio de poderes, en razón de la exagerada preeminencia del Poder Ejecutivo sobre los demás. Y en el aspecto económico, la gravísima supresión de la autonomía del Banco Central de Venezuela, lo cual –opinó entonces el ya desaparecido Domingo Felipe Maza Zavala– “afectaría el mejor ejercicio de la política monetaria”. “La autonomía del BCV, agregó el experto económico, es indispensable. Si esa autonomía se somete a una camisa de fuerza, las consecuencias podrían ser muy negativas para lograr el abatimiento de la inflación y el equilibrio monetario”. Palabras proféticas, como se ha comprobado.

Desde luego que el nuevo texto tiene ciertos aspectos positivos, en teoría. La creación de la Sala Constitucional del TSJ es uno de ellos, aunque en la práctica el régimen la convirtió en un vulgar instrumento de sus políticas autoritarias y antidemocráticas. En materia de derechos humanos, la figura del Defensor del Pueblo es muy importante, aunque en los hechos ha resultado una estafa colosal. En el aspecto internacional, se lograron algunos avances, sobre todo en el área de las fronteras. En cuanto a lo político, el establecimiento del régimen refrendario constituyó también una conquista notable, aún cuando no suficiente, así como la creación de los Poderes Ciudadano y Electoral, entre otros aspectos. Todos estos avances –insisto– han sido en teoría, porque en los hechos no se han concretado.

 

El Poder Militar

Hubo un asunto que también causó justificada preocupación: el tratamiento de la Fuerza Armada Nacional (FAN) en la Constitución Bolivariana, que terminó creando, aún cuando no expresamente, un nuevo poder: el Poder Militar.
En esta materia hubo un cambio radical en relación con la Constitución de 1961. En primer lugar, se suprimió el principio que impedía a la Fuerza Armada deliberar, lo que abrió una verdadera Caja de Pandora. Igualmente, se eliminó el control civil sobre los ascensos, los cuales ahora sólo dependen de la cúpula castrense y, en última instancia, del Presidente de la República. La de 1961 establecía que los ascensos en los dos últimos grados debían ser aprobados por el Senado. También se eliminó el control administrativo civil sobre los gastos militares. Finalmente, el derecho del voto a los militares –proscrito en anteriores textos constitucionales– resulta un absurdo, sobre todo en un país donde la custodia de los procesos electorales está asignada a la institución armada.

Por supuesto que, al suprimirse todas estas limitaciones al fuero castrense, la FAN se sustrajo del sometimiento al Poder Civil, quedando de manera exclusiva al servicio del presidente de la República, en su condición de Comandante en jefe. No es por casualidad que la influencia militarista que impregna la Carta Magna aprobada en 1999 haya eliminado como objetivos a garantizar por parte de la Fuerza Armada Nacional “la estabilidad de las instituciones democráticas y el respeto a la Constitución y a las leyes, cuyo acatamiento estará siempre por encima de cualquier otra obligación”, tal cual lo consagraba muy sabiamente la anterior Constitución de 1961.

También la nueva Constitución eliminó la tradicional prohibición del ejercicio simultáneo de la autoridad militar y la autoridad civil, a los fines de allanar el camino de la llamada “unión cívico-militar”, que obviamente oculta el proceso de militarización creciente de Venezuela. También se les atribuyó competencias de policía administrativa y de orden público interno, y se les otorgó a los oficiales superiores el privilegio del antejuicio de mérito, eliminado como fuero militar en todas las Constituciones anteriores desde 1830.

En definitiva, la Constitución que ahora cumple 20 años ha representado un retroceso en muchos aspectos, comparada con otras como las de 1947 y 1961. Su carácter presidencialista, centralista y militarista ha confirmado en la práctica lo que se anunciaba en la teoría.

Por lo tanto, existen muy pocas razones para celebrar ese texto constitucional, sin dejar de advertir que quienes lo han violado de todas las formas y desde sus inicios son precisamente sus creadores. Y esto forma parte de la actual tragedia venezolana.