La prostituta voluntaria y la esclava sexual: El drama de una periodista venezolana y una nigeriana en España

La prostituta voluntaria y la esclava sexual: El drama de una periodista venezolana y una nigeriana en España

Sandra, en el club en el que trabaja desde que llegó a España hace diez años.
JAVIER BARBANCHO

 

Son dos caras de una misma moneda, Osas y Sandra, Sandra y Osas, que explican lo complejo de regular/abolir el sexo de pago, y de atajar la esclavitud sexual.

Por: El Mundo

NIGERIA, 2012: 40.000 € DE DEUDA

La prostitución comenzó para Osas, como ella quiere que la llamemos porque “viene a ser como María pero en Nigeria”, cuando en 2012, con 15 años, una hija de dos y un matrimonio roto a la espalda (no el de sus padres, sino el suyo propio), una noche contestó un par de mensajes por Facebook. Y cosechó eso que en esa red social se denomina amigo.

Osas había sido madre con apenas 13 años, después de haber sido casada a la fuerza con un hombre mucho mayor, y se había divorciado tras dos años de convivencia “horrible, porque él pensaba que yo me quejaba porque quería, pero ¡era una niña!”.

Sola, con su hija a cuestas y sin techo, había intentado volver a casa de sus padres, con sus seis hermanos, pero le habían dado con la puerta en las narices: “Me dijeron que por divorciarme era la vergüenza de la familia, que no había sitio para mí. Bueno, me lo dijo mi padre, mi madre no habló. Que me arreglara como pudiera”.

Y eso había hecho. Aún adolescente, se había formado a toda máquina como profesora, y había conseguido trabajo en una escuela a la que podía llevarse a su hija para cuidar de ella a la vez. Incluso había logrado completar su estabilidad económica con otros ingresos: un pequeño negocio de venta de ropa de segunda mano.

Pero, ay, Facebook: “Empecé a poner mensajes como de amor de padres y así, sobre mi hija… Y apareció él. Fue, al principio, como mi novio de internet. Sólo nos vimos dos veces”. Pero fueron suficientes. Aquel hombre, también nigeriano, rápidamente le propuso a Osas llevarla a Europa. ¿A España? “No, a cualquier país europeo. Daba igual, a los nigerianos, cualquier país nos parece mejor que Nigeria”. Pero antes del viaje había que completar un paso importante: si Osas quería viajar a Eldorado, qué menos que comprometerse con sus benefactores: “Había que jurar en vudú, y allí el vudú es una cosa muy seria: todos creemos en él”.

¿Qué había que jurar? No hablar jamás con la Policía, porque Osas no iba a entrar legalmente en Europa y, claro, tenía que pagar por semejante privilegio. Esta chica de ojos enormes y ademanes determinados, sentada hoy en una oficina del centro de Madrid, ya feliz y fuerte con sus dos hijos, condenados quienes la esclavizaron, hizo en aquel momento lo único que podía hacer: “Cogieron mi pelo, de la cabeza, de abajo y de las axilas. También cogieron bragas usadas. Con todo hicieron el ritual, mataron un gallo, me comí su hígado con un poco de ron y ahí me comprometí a no hablar jamás a la Policía”.

La deuda, a pagar trabajando al llegar a destino, “eran 40.000 euros, que yo pensé que eran igual a 40.000 nairas”. En unos meses descubriría que no: 40.000 nairas, al cambio de hoy, son 30 euros.

En el rito estuvo presente la propia hermana de Osas -esencial para luego amenazarla con hacer daño a su familia-, y tras él pudo hablar por teléfono con la mujer, también nigeriana, que meses después iba a prostituirla en la Colonia Marconi, una de las zonas más degradadas del barrio de Villaverde, Madrid: “Ahí ya me dijeron que si se me ocurría romper el compromiso podría ocurrirle algo a mi hija, o yo misma podía volverme loca”. La suerte estaba echada.

MADRID, 2014: LLORANDO EL PRIMER DÍA

Sandra Alford piensa un momento, y arranca su historia. “Era domingo, lo recuerdo bien. En la habitación, aquí arriba, en el club, lloré todo lo que tenía que llorar, y es verdad que lloré a mares. Había llegado de Venezuela ese mismo día. No sabía si iba a poder hacerlo o no. Pero me dije: ‘Sandra, tú eres fuerte, puedes con esto y con más’. Mi hermana ya me lo había dicho: ‘Si no puedes con ello, te vuelves y nos arreglamos’. Así que me puse el vestido que había traído, un vestidito normal, y bajé a la discoteca. Me senté en esa esquina que ves ahí. Crucé las piernas. Se me acercó un chico y ni siquiera hablamos unos minutos, como suelen hacer las españolas. Me dijo: ‘¿Subes conmigo?’. Y yo respondí: ‘Ah, uh, eh… Vale’. Y fue una cosa muy normal, la verdad. Lo que había llorado antes, madre mía… Hoy me da la risa”, dice.

La venezolana Sandra Alford, que es pura dulzura caribeña al hablar, llegó hace diez años, con 35, al lugar en el que la entrevistamos, el prostíbulo Factory Air, en Madrid, junto a la autopista rumbo a Barcelona. Un espartano y envejecido motel de carretera en el que, narra, “lo primero que me dijo el encargado, con el que ya había contactado por teléfono desde Venezuela, fue: ‘Aquí tú haces lo que quieras, pasas a la habitación con quien te parezca, los límites los pones tú. Bajas, te invitamos a una copa, hablas con quieras y si quieres subir, pues subes. Lo único que tienes que hacer es pagar 70 euros al día por la habitación, la comida y la seguridad que nosotros te proporcionamos’. Y en los 10 años que ya llevo aquí, desde hace varios como representante de las chicas, cuidándolas y preocupándome por ellas [como miembro del colectivo de trabajadoras sexuales Astras], jamás he visto a ninguna obligada. Nunca. ¡No lo habría soportado! ¿Cómo iba yo a permitir algo así?”.

Sandra no pretende ocultar la precariedad en que se mueve su negocio -“a trabajar aquí venimos gente con necesidades, ésa es la realidad”-, una fragilidad que se destila en cada rincón del establecimiento, pero sí normalizarlo, dignificarlo: “¿Por qué no va alguien a poder usar su cuerpo de esta manera, si quiere hacerlo? Si esto se prohíbe, muchas chicas van a quedar mucho más vulnerables. En realidad lo que queremos es que nos regularicen, pagar impuestos, tener una pensión, derecho a sanidad… Lo mismo que tienen los demás. ¿Por qué no podemos?”.

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